“Un aliado traidor nos deja maniatados”: por qué Sarmiento primero ...

12 Sep 2023

Domingo Faustino Sarmiento.

El 1° de mayo, cuando no era todavía el Día del Trabajador, desde mediados del siglo XIX en estos territorios, era una fecha urquicista. En 1851, fue el día en que Justo José de Urquiza difundió su “pronunciamiento” en contra de Juan Manuel de Rosas. Y dos años después, la Constitución de la Confederación. En el medio, años intensos se vivieron en la región del Plata.

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Los escritos de emigrados y emigradas del rosismo cargaban tintas contra su figura y su gobierno desde mucho antes del pronunciamiento. Pero este acontecimiento precipitó el armado de una alianza política y militar que lo derrocaría el 3 de febrero de 1852, en la batalla de Caseros. Las plumas y las prensas opositoras produjeron obras en este contexto, con miras políticas. Las piezas que conforman el canon de la literatura de este período se singularizan por buscar efectos políticos, incidir en el curso de la vida política. Y si fueron efectivos, fue en gran parte por sus formas literarias.

La fórmula característica de Sarmiento -civilización y barbarie- tiene una nueva modulación con Urquiza. En 1850 Sarmiento publicó Argirópolis. En esta obra la confianza estaba depositada en la figura de Urquiza como el general que llevara a la victoria a la coalición antirrosista. Una vez incorporado como boletinero al Ejército Grande, el sanjuanino lo propagandizó. Pero en los textos que compaginó en Campaña en el Ejército Grande, sobreimprimió los conflictos que rondaron los pasos de la marcha a Buenos Aires y definió a Urquiza ya no como la cifra de sus esperanzas, sino como su nuevo enemigo. Lo fue publicando en tramos en su exilio en Brasil y cuando ya estuvo en Chile, reunió este material en un libro. Con la dedicatoria a Alberdi, desató su extensa polémica epistolar, que merece un capítulo aparte.

En la carta prólogo a Mitre, le anuncia que “lo que va” es “un laberinto de fragmentos, en que puede extraviarse el juicio; pero yo tengo el hilo de Ariadna, y lo pondré a disposición de todos”. Había conocido a un “caudillo” de primera mano, y con él, comprobaba su modelo. Decía en sus páginas: “Si la libertad argentina sucumbe, es decir: si el caudillaje triunfa de nuevo, habré sucumbido yo también con los míos, y el mismo polvo cubrirá Civilización y Barbarie, Crónica, Argirópolis, Sud-América, y Campaña del Ejército Grande, que son solo capítulos de un mismo libro”.

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Sarmiento viajó a Montevideo a fines de 1851 decidido a participar en la campaña militar. Urquiza había proclamado que no habría “ni vencedores ni vencidos” sino una política de fusión que descabezaría a los líderes más visibles, pero incorporaría a los derrotados. Le había prometido a Sarmiento “un olvido de todo lo pasado -nada de colorados, negros, ni otro color político-”. Pero justamente en torno a la portación de colores versó su distanciamiento. Y así expresaba Sarmiento su decepción:

“En lugar de la victoria que habíamos consumado con veinte años de sacrificios heroicos, un aliado traidor nos dejaba maniatados con las redes de la fusión, que consistía en poner de pie lo que habíamos echado por tierra y hacer que en realidad no hubiesen ni vencedores ni vencidos, es decir, que continuase por la intriga la lucha que las armas habían terminado”.

Justo José de Urquiza.

Su discordia se centró en el sostén de la insignia federal, el “cintillo colorado”, en el sombrero. Sarmiento la llamó en estas páginas “trapito” y lo consideraba un “fetiche africano”. Según él, Urquiza incluía y excluía de su círculo de allegados según el uso o no del cintillo. Comentó en un pasaje de Campaña que “el general se había fijado en que yo no llevaba la cinta colorada. Héteme aquí puesto en el disparador. Si no me la ponía no podía volver a verlo; si me la ponía, todo estaba perdido. (...) yo que la había combatido con la aversión que me inspiró siempre aquel humillante y vergonzoso medio práctico de Rosas de hacer a cada uno ostentar su renuncia a toda dignidad personal”.

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El gobernador entrerriano le habría dicho que su uso era transitorio, “que era una cosa que no significaba nada, que cuando llegásemos a Buenos Aires la pisotearíamos; pero que era necesario conciliarse las masas, y que él quería probar a Rosas que era federal”.

Pero para Urquiza continuar con el uso de este símbolo era estratégico: por un lado alentaba a que las tropas rosistas y oribistas -por Manuel Oribe- desertaran hacia su ejército; por otro, buscaba la adhesión de las demás provincias de la Confederación que habían adherido a los gobiernos de Rosas.

Cintillo urquicista

Sarmiento interpretó que cuando el gobierno comunicó que su uso no era obligatorio, pero que representaba la unidad en el proyecto federal, estaba velando su intención de que se uniformizara esta nueva etapa.

El 23 de febrero le comunicó a Urquiza su partida: “siendo mi intención decidida no suscribir a la insinuación amenazante de llevar el cintillo colorado por repugnar a mis convicciones, y desdecir de mis honorables antecedentes”. Y tachó de “escabrosa” la senda política en la que incurría.

Meses después, en una carta al mismo Urquiza, el 13 de octubre de 1852, cuando la ruptura de Buenos Aires con la Confederación ya se había producido, le enrostraba la “culpa” del sostenimiento del “trapo”. Decía: “Es­te hecho insignificante es causa en gran parte de todos los males que se han sucedido”. Y ejemplificaba este diagnóstico con un caso en el que un joven se corrompe. Le habría prometido: “‘Esta cinta, señor, jamás nos la volveremos a poner. Todo Buenos Aires resistirá'”. A lo que Sarmiento habría respondido “apretándole la mano: ‘Resistan y se salvan’”. Conclusión: “Tres días después era ministro y llevaba la cinta”. Consideró este accionar una claudicación: “han recogido del suelo el trapo que habían pisoteado en el momento en que se creyeron libres”.

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Uno de los cintillos que usaban los federales de Urquiza

Ya sabiendo su partida, entre la resignación y la provocación, no se privó de usar el cinto como un disfraz cuando fue invitado a un baile de máscaras en la casa de la familia Guerrico. Describió la escena como “veneciana”, sobre todo, “por los conatos de conspiración”. Así relató la anécdota en Campaña:

“Un viejo se me acercó al oído y me dijo: ‘Vengo en comisión de los jóvenes de Buenos Aires, para saber qué deben hacer en estas circunstancias’ —Bailar, le dije, no queriendo entrar en la cuestión. —Diga Usted que no llevemos la cinta y dos mil jóvenes nos hacemos matar antes de llevarla. Ustedes han sufrido mucho; ahora llega nuestro turno de reemplazarlos, y Ustedes verán que hemos aprendido sus lecciones. —Yo llevo la cinta, le contesté, y se la mostré en mi quepi para desconcertarlo”.

Su contrapunto con Urquiza se despliega a lo largo del libro con mucha ironía. Y le hace justicia al humor del propio Urquiza.

La relación se tensó muy pronto según su relato. Urquiza estaba irritado por su insubordinación sobre el uso del cintillo colorado. Sarmiento le opuso la materialidad de su vestuario importado. Lo describió como un vehículo civilizatorio, como una “propaganda culta, elegante y europea, en aquellos ejércitos de apariencias salvajes”.

En otra escena cargada de humor, relató el enarbolamiento de una capa blanca de goma impermeable durante una tormenta, ante el desafío de Urquiza:

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“Nubes negras y atormentadas se iban esparciendo por el cielo. El general me dijo va a llover y, con tono de burla, y mojársele las plumas. Era el caso, que yo era el único oficial del Ejército argentino que en campaña ostentaba una severidad de equipo, estrictamente europeo. Silla, espuelas, espada bruñida, levita abotonada, guantes, quepi frances, paltó en lugar de poncho, todo yo era una protesta contra el espíritu gauchesco, lo que al principio dio lugar a algunas pullas, a que contestaba victoriosamente por la superioridad práctica de mis medios. (...) Esto que parece una pequeñez, era una parte de mi plan de campaña, contra Rosas y los caudillos, seguido al pie de la letra, discutido con Mitre y Paunero, dispuesto a hacerlo triunfar sobre el chiripá si permanezco en el ejército. Mientras no se cambie el traje del soldado argentino, ha de haber caudillos. Mientras haya chiripá no habrá ciudadanos”.

En 1869, en esta saga de ironías y desafíos, Urquiza le regaló al Sarmiento presidente, una bata y un gorro de dormir colorado.

En otro pasaje, Sarmiento se gloriaba de la utilidad de una brújula y de una carta topográfica de Buenos Aires comprada en Londres, frente a los baqueanos y a un territorio que no presentaba “obstáculo serio ninguno, ni el hombre ha creado aquellos bellos tropiezos que se llaman cercas, alquerías, propiedad, casa, ciudad, camino”.

Previo a Caseros, un ayudante le perdió una valija con el diario de campaña manuscrito, la “Memoranda”, y el mapa. Sarmiento los reencontró en Palermo, casualmente “todo ello atado con una cinta colorada, acaso por Don Juan Manuel mismo, que había leído el resumen la noche anterior, y que no preveía que había de volver a mis manos”.

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El vínculo de Sarmiento con la popularidad era esquivo, y no tuvo empacho en exponerlo, al relatar un episodio del alto en Rosario. Le dijeron en esta ciudad que a sus escritos “los saben de memoria todos”; que a su Argirópolis lo tenían “hasta los soldados”. Pero en la ocasión de una manifestación y serenata de “todas las personas visibles de la población”, su desagrado ante los “vivas”, no se hizo esperar:

“¡Bárbaros! me decía yo a estos gritos a que respondía la multitud con descargas cerradas de vivas, me están asesinando! ¡me van a sofocar con sus abrazos! (...) Pero la cosa se prolongaba, y uno de los circunstantes se me acercó y me dijo, que todos querían oírme hablar, sin duda por aquella preocupación de Galan de creer que un autor es un libro, y que si uno coge al autor, no hay más que tirarle la lengua, para que empiecen a salir páginas, sin tomarse el trabajo de leerlas. (...) insistían, y se dejaban estar, y la cosa se hacía pesada. Al fin tomé el partido de dirigirme hacia la puerta, arrastrarlos hacia la calle, acompañarlos hasta la plaza, y despedirlos y disolver la reunión”.

Pero este suceso le produjo una impresión acertada: que estaba obrando una “revolución” que definía como la “rehabilitación de las clases acomodadas”. Si había personas “visibles”, es porque había “invisibles”, o “insignificantes”, como definió a quienes llevaban la cinta colorada en el desfile de la entrada del Ejército Grande a Buenos Aires:

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“Ningún hombre tenía cinta colorada en el sombrero, y si algunos la llevaban, era para peor, por la insignificancia de las personas”.

Una vez instalado Urquiza en Palermo, la residencia de Rosas, ambos compitieron por la popularidad. Urquiza solía decirles burlonamente “a los que lo felicitaban”: “si yo no he hecho nada. Aquí he venido a encontrar que los escritores de Chile y Monte­video han hecho todo”.

Mientras que Sarmiento sostenía que “yo como escritor muy conocido, muy odiado y perseguido por Rosas, debía ser un objeto de curiosidad por lo menos en Buenos Aires. Por las tardes iba a Palermo y las gentes que solicitaban ver al general, después preguntaban por mí y aún al mismo general, y no era raro que se reuniese en torno mío un grupo igual de gentes”.

La trayectoria de Sarmiento alternó entre hacerse un lugar y desplazar de lugar a sus opositores, haciendo “jugar la palabra”. En Campaña, se definió como un “soldado, con la pluma o la espada, combato para poder escribir, que escribir es pensar; escribo como medio y arma de combate, que combatir es realizar el pensamiento”.

La batalla de Caseros. "Batalha dos Santos Logares: 3 de fevereiro 1852", del pintor Victor Adam. Paris, Francia.

En ese texto también hizo explícita la reescritura de los boletines en torno a dos hitos: el cruce del río Paraná por el ejército y la batalla de Caseros.

Si en el boletín describía la presencia de Urquiza de este modo:

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“Daba impulso a aquel extenso y variado campo de acción la mirada eléctrica del General en Jefe que situado en una eminencia dominaba la escena, inspirando arrojo a los unos y a todos actividad y entusiasmo”.

En Campaña, le dedicó las siguientes palabras:

“El general permaneció todo el día sentado en una silla al respaldo del rancho que servía de cuartel general, presenciando el pasaje inmóvil, inabordable, porque aún sus allegados tiemblan de acercarse a él cuando desempeña una de esas funciones en que se quiere convertir el terror en una fuerza motora, para hacer a otros a riesgo de su vida vencer dificultades, contra las cuales ningún auxilio inteligente se pone en juego. (...) El resultado de la fascinación mágica de la presencia del general fue que en todo el día pasaron seiscientos caballos, de treinta mil que aguardaban su turno. (...) el pasaje de a nado que era al principio, como Io practican los indios salvajes, se convirtió en pasaje al vapor, cual conviene a pueblos que van a constituirse”.

Domingo F. Sarmiento fue boletinero del Ejército Grande.

Al último boletín, el número 26, el parte de la batalla de Caseros, lo definió como una “novela muy interesante que tuvimos el honor de componer entre Mitre y yo”. Según Sarmiento, Urquiza le habría propuesto a Mitre escribir otra reseña juzgando la del boletín incompleta. Pero Mitre se habría desentendido “sabiendo qué clase de méritos buscaba el general en los escritos, que era no la verdad, sino la lisonja; no el encomio, sino las prostituciones. Mi manera de elogiar no se parecía al de la Gaceta, en cuya lectura se había educado”.

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El Sarmiento dicotómico alternó con el utópico. Con tipos móviles estampó premisas axiomáticas, categóricas, que sedimentaron en estereotipos fijos, que condujeron tanto a la exclusión como a la inclusión diferenciada de distintos sectores sociales. Vale entonces, evocar su sombra terrible para que se levante a explicar las convulsiones internas que todavía desgarran las entrañas.

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