Se vino el estallido

14 Ago 2023
Javier Milei, este domingo tras ganar las primarias en Argentina.Gala Abramovich (EFE)

La Argentina informada y la de a pie, la de la calle y la de palacio, se hace a si mismo y durante años distintas versiones de la misma pregunta: “¿Cuándo explota esto?”. En un país acostumbrado a los grandes traumatismos, con una larga tradición de movilización de masas y donde la discusión política es (¿era?) el segundo deporte de importancia después del fútbol, la decadencia continua sin “estallido” resultaba toda una anomalía. Las comparaciones con la gran crisis del año 2001-2002 (con sus corralitos, sus cinco presidentes, y su festival de modelos cambiarios) estaban a la orden del día. ¿Por qué en ese entonces, si existió aquella gran rebelión y ahora, comparativamente hablando, prácticamente nada? Las explicaciones eran y son muchas y variadas, y van desde la amplísima red de contención social, o de administración de la penuria, inventada en estas dos décadas para evitar, justamente, un nuevo estallido popular ( y que hoy se encuentra estragada por la inflación) hasta reflexiones sobre el éxodo de la vida pública de vastos sectores de la sociedad argentina que optaban por repudiar al “sistema” ignorándolo, sencillamente, no yendo a votar, emigrando, o desertando de la práctica y la actividad política.

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Pero finalmente sucedió. Un 2001 por otros medios, con efectos devastadores sobre el sistema político argentino, que se había resignado ya a construir con su sistema de dos coaliciones un mecanismo más destinado a administrar la crisis antes que a resolverla. Un sistema solar que se fue construyendo en torno al eje gravitatorio del liderazgo de Cristina Fernández de Kirchner -sea para apoyarla o para repudiarla- pero que ordenaba a los distintos planetas en un esquema inteligible. “Contra Cristina estábamos mejor”, podría sostener una parte de la dirigencia del macrismo. La elección del domingo expresa un cambio radical en ese viejo orden, sin que todavía se sepa a ciencia cierta como se construirá un orden nuevo.

La suma de estadísticas económicas y sociales catastróficas, la polarización política y el clima cultural crecientemente tóxico, aparentemente sin fin, venían cristalizando una pendiente descendente que encontró en la elección de este domingo su propio paroxismo “lógico”. El vendaval de votos que obtuvieron Javier Milei y sus libertarios es sorpresivo por muchísimos aspectos (empezando por la psique peculiar y las costumbres excéntricas de su líder y su entorno familiar) pero no en su arco narrativo principal. Resulta más bizarro el instrumento que la razón de fondo. Un profundo, amplio y masivo rechazo al estado de situación económica y social del país y a las élites políticas argentinas que la prohijaron, perfectamente comprensible si se observa el derrotero político de los gobiernos de los últimos años, gestiones de un solo mandato que culminaron sus últimos años en la cornisa de las corridas cambiarias y la inestabilidad económica. Una revolución popular que encontró en este personaje prácticamente desconocido hace algunos años, panelista de programas de TV, polemista mediático, autodefinido cultor del anarco-capitalismo, cultor del sexo tántrico, y defensor de causas como la portación de armas o la venta de órganos, su particular forma de expresión. Paradojalmente, esa “locura” es uno de sus atributos. Como me dijo un peluquero porteño votante de los libertarios: “Sí, yo sé que está loco, pero nadie que no esté loco es capaz de hacer lo que los políticos no quieren hacer en este país”

Milei importó de España la idea de “la casta”, reformulándola en clave vernácula. Su práctica política tiene dos elementos centrales: su repudio al sistema dirigencial nacional (el conglomerado de políticos, periodistas, empresarios y sindicalistas, a los cuales señala como los parásitos culpables excluyentes de la decadencia nacional) y su cosmovisión de liberalismo radical, que se mixtura con distintos aportes de otras tradiciones de conservadurismo más “clásicas”. El trumpismo argentino de Milei intenta como su homologo americano sintetizar una suerte de “federación de derechas” hasta entonces partidas y separadas en distintos partidos, que incluyen también al peronismo. Esta voluntad le hace tener una relación compleja, algo histérica y frenemy, con el aparato y la dirigencia del macrismo, con el cual comparten el enemigo ideológico y una parte del electorado. Se seducen y recelan simultáneamente, a sabiendas de que compiten por saber quién será, en definitiva, quien termine de enterrar la hegemonía del proceso histórico más largo de la historia democrática argentina: el kirchnerismo. Hoy Milei le arrebató a Juntos la pole position en el campo opositor, invirtiendo por el momento la ecuación de poder. El Frankestein escapó del laboratorio.

Como novedad, el mileisismo carece de todo sistema de gobernabilidad. Si el trumpismo se apoyaba sobre la amplia estructura del partido republicano al que supo cooptar, y el bolsonarismo sobre el apoyo de las fuerzas armadas de Brasil, podría sostenerse que por el momento que el partido de La Libertad Avanza es un cuerpo sin columna vertebral. Un dato que podría empezar a cambiar si distintos sectores de poder acuden en auxilio del vencedor para intentar suplir ese vacío.

Los resultados de ayer (que dejaron al peronismo en un histórico tercer lugar) abren un escenario de altísima incertidumbre para un gobierno que transita sus últimos meses sin presidente en ejercicio efectivo, sin dólares, y con pocos votos. Sergio Massa y su equipo constituyen casi el único eslabón de algo que se asemeje a una cadena de mandos en el Estado argentino, y acaba de ser derrotado en las urnas. La Argentina navega una vez más, y sin instrumental acorde, en sus tiempos interesantes.

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