El retorno de 'The Bear', la cocina más asfixiante
Carlos G. Fernández
Jueves, 24 de agosto 2023, 01:01
Vuelve el agobio. Vuelve la ansiedad. Vuelve a haber al mismo tiempo cuatro, cinco u ocho personas gritando en cacofonía. Sí, vuelve 'The Bear', una de las series clave y revelación de la temporada pasada, que trata de superarse con más excesos, sobre todo a nivel de decibelios. Si dejamos a nuestros personajes en pleno júbilo tras encontrar un botín pacientemente escondido en latas de tomate frito, ahora les veremos intentar algo que parecía que no hacía falta: convertir 'The Beef', el antiguo restaurante del malogrado Mike Berzatto, en una meca de la alta cocina. ¿Lo necesitaba el barrio? Yo diría que no. Pero parecía el destino natural de los dos chefs protagonistas.
Sydney y Carmy, que vienen de ese mundo, son los visionarios que vienen a enseñarnos todo lo que nuestros humildes paladares aún no saben que no saben. Por ello, además de investigar y experimentar con cientos de ideas y mezclas de sabores, enviarán a sus empleados a formarse a otros restaurantes (incluyendo un capítulo-anuncio de turismo de Dinamarca), donde se supone que además de aprender lo concreto, aprenderán lo abstracto, el sentido de todo, el porqué de las cosas. Solamente en el caso de Richie, el primo zoquete que se pasa media temporada al borde del colapso nervioso por no encontrar su sitio y sentirse un fracasado, vemos una transformación real que más o menos puede traducirse por un clásico «carpe diem» («every second counts»).
El amor hace su irrupción en la serie y en la vida de Carmy. No todo es tan horrible y durante unos capítulos puede echar unos ratos mágicos con Claire, una chica de su pasado que es excesivamente angelical y perfecta, lo cual nos da pistas del desenlace (de momento, pues parece claro que la serie continuará). La personalidad obsesiva de Carmy (de nuevo un excelente Jeremy Allen White, con esos ojos que han conquistado al mundo entero) encontrará infinitas incompatibilidades entre sacar adelante el restaurante y poder hacer algo con el resto de su tiempo. El autónomo elevado a la millonésima. La serie cuenta con una novedad, un capítulo flashback, que se entiende que nos ayudará a comprender por qué Carmy es como es —y de paso, qué ha unido al resto de personajes—.
Este episodio, el sexto, llamado a convertirse en antológico y a que múltiples tuiteros lo nombren mejor hora de televisión de 2023, es una cena familiar de Navidad donde todo se tuerce, para sorpresa de nadie. En un mismo episodio aparecen grandes cameos: Jamie Lee Curtis, Bob Odenkirk, Sarah Paulson o John Mulaney (genial representación de «el neoyorquino intelectual» que ha sido arrojado a una jaula de bestias). También encontraremos a Will Poulter y ¡Olivia Colman! como grandes chefs. Nadie quería dejar de estar en la serie del momento. Volviendo a la cena, es cierto que el capítulo, como toda la serie, es un pico de tensión que no deja tiempo a respirar o pensar demasiado. Personalmente tantos cameos me parece que distraen un poco y un buen valor de la primera temporada fue encontrar tantos y tan buenos rostros nuevos. Hay una exageración de gritos superpuestos y zooms al temporizador que se pasan y hacen un poco de trampa. Lo mismo sucede con estupideces como mover las taquillas del restaurante para pintar la pared: nos da la sensación de que los actores tienen que sobreactuar un cabreo que nos tenemos que creer. Se vislumbran personalidades muy conflictivas y violentas, como Mickey, a quien tantos honores se rinden, el padrastro, o sobre todo la madre, una volcánica Jamie Lee Curtis. Carmy viene de estudiar en Dinamarca, de un ambiente de exigencia y efectividad, para entrar en las tripas del monstruo. Luego le veremos en pleno ataque de pánico recordando estas escenas, en un instante sobreexplicativo que podría sobrar perfectamente.
Salvo el citado primo, no parece que el resto de personajes evolucionen demasiado hacia ninguna parte. El protagonista cambia para volver al mismo punto, y después de atisbar el paraíso tiene que volver a un dantesco infierno helado por culpa de unas carambolas de telenovela (malentendidos y gente que escuchó lo que no debía: la boloñesa de cualquier pasta televisiva). Pero entre otras cosas le penaliza no bajarse del burro del genio creador que tiene que triunfar, idea que parecía más matizada en la temporada anterior y aquí se pierde —tampoco todos tenemos ese tío abiertamente mafioso que nos preste cientos de miles de dólares—. El sector público, por supuesto, queda reducido a un montón de molestas inspecciones para, no sé, que no muera nadie en una más que probable explosión de gas. Se retrata una Chicago especialmente inhóspita, toda de hierro y hormigón, más desolada que en la temporada anterior si cabe. De hecho se llegaban a intuir conflictos de gentrificación que aquí desaparecen, igual que desparece el potencialmente interesante debate de las propinas en cuanto pasa otra cosa.
Yendo a lo general, no sé si el común de los mortales empatizamos con la alta cocina (y esto tras una década con tres temporadas anuales de Masterchef). Hay un poco de traje nuevo del emperador todavía en todo ello, que además siempre ha justificado abusos laborales, becarios infinitos y gritos humillantes —que sí se veían en la primera temporada—. El discurso de la hospitalidad es bonito, pero menos mal que el primo bocazas (hay que quererle) sabe que una enfermera de urgencias es más importante que un emplatador muy cuidadoso. Sea como sea, la serie una vez más está impecablemente realizada y montada, con un ritmo increíble que hace imposible aburrirse. Es en las cuestiones más de fondo, cuando ya se ha apagado la pantalla, donde puede flaquear un poquito más.
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