Homenaje a Beatriz Sarlo (1942-2024) | Nueva Sociedad
A los maestros también los vemos crecer
Hinde Pomeraniec (periodista)
Conocí a Beatriz cuando ella cursaba sus 40 y me doblaba en edad. Fue mi maestra -y la de tantos- en todos los sentidos posibles: porque sabía, porque compartía ese saber y porque celebraba el saber de los discípulos. Tenía una curiosidad joven y fue ese hambre de conocimiento una de las virtudes que mantuvo hasta el final de su lucidez, acaso la luz vital que deslumbró primero a colegas y alumnos y luego, cuando comenzó a escribir y a opinar en medios masivos, a todos los que la vieron convertirse en una intelectual popular, incluso nadando contra la corriente, especialidad que practicó con fervor.
Y digo «intelectual popular», aun imaginando alguna clase de impugnación inútil. Lo digo porque nadie se gana ese espacio a fuerza de escribir mucho o apareciendo en todas las pantallas y sumándose a todos los debates. Beatriz fue posiblemente la intelectual más importante de Argentina por su conocimiento, primero, pero también por su extraordinaria capacidad de divulgación y su poderosa e inolvidable lengua argentina.
El mundo de Sarlo
Horacio Tarcus (historiador, director del CeDInCI)
Con el fallecimiento de Beatriz Sarlo desaparece la última intelectual argentina. Antes de que las revistas culturales fueran desplazadas por los blogs y los intelectuales por los influencers, Beatriz cumplió a cabalidad con la función que las sociedades modernas asignaron a los intelectuales: la de pensar a contrapelo del poder de turno, la de azuzar a la opinión pública biempensante, la de descolocar lo que parecía que estaba en su lugar. Edward Said decía que el intelectual es siempre un outsider y Beatriz supo sostener durante décadas ese ejercicio de pararse a pensar desde ese lugar incómodo.
Beatriz cultivó todas y cada una de las aristas de la figura del intelectual: fue militante política, editora, profesora universitaria, directora de revistas, académica, ensayista, cronista directa de los grandes acontecimientos y columnista de opinión en los grandes diarios. Ocasionalmente, fue panelista de televisión y actriz (en un film de su compañero, Rafael Filippelli).
Hace pocos años, en una entrevista televisiva, el periodista Luis Novaresio le preguntó si se definía como «intelectual de centroizquierda». Beatriz respondió sin titubear: «Como intelectual de izquierda». Sin embargo, no se complacía simplemente en ese rol, pues, como tal, no dejó de señalar ciertas vías muertas de la ideología de izquierdas, del mismo modo que como demócrata cuestionó los límites de clase del liberalismo, y como liberal lideró la resistencia cultural a la dictadura, analizó las pulsiones populistas del kirchnerismo y anunció la deriva autoritaria del mileísmo.
A la hora de escribir estas líneas se me vienen a la cabeza una docena de imágenes, algunas públicas, otras personales. Beatriz Sarlo en un encuentro de revistas culturales en 1978, en la Casona de Iván Grondona, reclamando a viva voz por los desaparecidos en plena dictadura. Beatriz Sarlo caminando por la avenida Corrientes con un paquete de revistas Punto de Vista colgando de cada brazo. Beatriz Sarlo en junio de 1982 inaugurando con Juan José Sebreli y Carlos Brocato la Librería del Humanista. Beatriz Sarlo en la librería Gandhi de la avenida Corrientes, Beatriz Sarlo comiendo de parada una porción de pizza en La Americana de la avenida Callao. Beatriz Sarlo armando un cigarrillo antes de dictar su clase de Literatura Argentina en un aula repleta en Puan, la Facultad de Filosofía y Letras. Beatriz Sarlo en 1997 en la tapa de la revista Tres Puntos afirmando con otras 20 mujeres: «Yo aborté». Beatriz Sarlo respondiéndole a un periodista por qué no le interesaba en absoluto un encuentro con Mauricio Macri («Porque ese muchacho en la cabeza solo tiene capitalismo»). Beatriz Sarlo en 2018 en el Marx nace que tuvo lugar en el Teatro Nacional Cervantes, recordando su experiencia de lectura de El capital. Beatriz Sarlo marchando al Congreso en diciembre de 2020 con el pañuelo verde en la muñeca.
Beatriz Sarlo se va de un mundo que ya había dejado de ser el suyo: el de los diarios impresos en papel, el de las revistas culturales, el de las pasiones intelectuales, el de la política en el sentido fuerte del término, el de la avenida Corrientes con sus librerías y bares abiertos hasta la madrugada.
Tiempo presente
Mariano Schuster (periodista y editor)
No mienten quienes dicen que esta es una época autorreferencial: solo omiten que lo es, en buena medida, porque carecemos de referentes y de referencias. Lo sabían los mejores románticos y lo sabemos también nosotros: el problema no es el «yo», sino su capacidad de conducirnos a un particularismo lleno de carencias. Hablar de uno mismo no es estrictamente un problema: el problema es que ese «uno mismo» no muestre un mundo más amplio que el del propio «yo». El «yo» de Beatriz Sarlo era, como decían los hegelianos y repetían los marxistas, un «universal concreto», una síntesis cabal entre lo personal y lo general. Un punto entre el siempre acotado mundo de lo propio y el amplio universo en el que estamos. Al fin y al cabo, creo que es por eso que nadie oía «su historia», sino que escuchaba parte de la historia a través de ella. Se trataba de un largo recorrido, hecho de banderas argentinas y consignas rojas, de proclamas maoístas de Otto Vargas y conversaciones con Raymond Williams y Richard Hoggart, de revistas de inspiración socialista y de búsquedas literarias que no se circunscribían a su tridente (Borges, Arlt y Saer), sino que se hacían también de nuevas voces, buscadas con avidez como quien no desea vivir hacia atrás, sino que sabe hacerlo desde el ahora y hacia adelante.
Como muchos otros de mi generación, llegué a ella por la ventana a la que tiré la piedra del «Te escribo para pedirte una entrevista» y recibí, junto a otros y como otros, la apertura de una puerta en la calle Talcahuano. Si uno se mantenía firme –y si ella tenía, claro, algo de ganas—, los encuentros podían reproducirse, esporádicamente, en el Bar Iberia («un bar adecuadamente republicano español», decía) o en Café La Paz (en el «reservado» de afuera, para poder prender el cigarrillo con su correspondiente boquilla). Además de la autora de El imperio de los sentimientos, La máquina cultural o Escenas de la vida posmoderna, Sarlo era también «eso»: la ensayista que debatía agudamente, al tiempo que tendía la mano a sus lectores, a sus entrevistadores, a quienes valoraban su obra o sus análisis. En su oficina o en los clásicos cafés porteños –esos grandes constructores de la sociabilidad– recibía a jóvenes escritores, periodistas, ensayistas e investigadores. Muchos de ellos –pienso rápidamente en Iván Suasnabar, Sofía Mercader y Sofía Miranda, una joven trabajadora editorial que la acompañó en sus últimos tiempos– pueden atestiguar el modo en que Beatriz Sarlo estaba dispuesta compartir su «yo» escuchando el ajeno. Esa dimensión generosa –que no invalidaba ni contradecía una vida hecha de textos y polémicas y, por supuesto, de justificados e injustificados enconos– es también una marca, una seña de identidad. Habla de puentes generacionales, de una vocación amplia que, sin redundar en la amistad, mostraba su voluntad de atravesar la vida en el «tiempo presente». Alguien que afirmaba ignorar lo que era la nostalgia difícilmente podía vivir de otra manera.
La última intelectual
Sofía Mercader (doctora en Estudios Hispánicos)
Se fue Beatriz Sarlo y con ella, tal vez, la última intelectual. Pocos han sabido interpretar su tiempo y su lugar con tanta profundidad, sutileza e inteligencia como lo ha hecho ella. Fue una figura pública que introducía complejidad en el debate político y una mirada siempre más amplia de las cosas. Eso daba cuenta, sobre todo, de su voluntad constante por enriquecer discusiones cuando la tendencia era hacia la simplificación.
Pero la intelectual Sarlo no se agota en sus intervenciones públicas más recientes. Su figura como pensadora no puede separarse de su legado escrito. Sus ensayos en Punto de Vista (la revista que fundó en 1978 y que ella necesitó, en sus palabras, «para ser lo que soy» durante 30 años), sus libros icónicos como Buenos Aires: una modernidad periférica (1988) o sus lecciones en Borges, un escritor en las orillas (1993), son obras maestras que intentan entender Argentina y pensar e interpretar su historia cultural, política y literaria; también la de su ciudad, Buenos Aires, de la que nunca se quiso apartar más que por unos meses.
Siempre me generó fascinación y admiración su figura: su seguridad, su lucidez para pensar la cultura y la política, su mirada local y a la vez internacional, todo manteniendo una jovialidad que, creo, no perdió hasta sus últimos meses. Me dediqué por muchos años a investigar su revista, Punto de Vista, porque me parecía que era la mejor manera de contar su historia y la de su generación. Esa investigación, que comenzó con una entrevista en su estudio de la calle Talcahuano, se convirtió en un libro que no habría existido sin la generosidad que tuvo conmigo después de nuestro primer encuentro [Punto de Vista. Historia de un proyecto intelectual que marcó tres décadas de la cultura argentina, 2024]. Creo que ese libro es, en el fondo, mi homenaje a ella. Hoy murió, con su partida se va una parte de la historia cultural argentina reciente.
Dura y dialoguista
Maristella Svampa (socióloga y escritora)
Se ha hablado mucho y seguramente se escribirá otro tanto sobre Beatriz Sarlo, alguien que deja una marca en la cultura argentina. Venerada como profesora universitaria, fue muy leída como ensayista, crítica cultural y analista de medios.
Comenzó militando en los años 60 en la izquierda maoísta y en el latinoamericanismo para luego transitar, como tantos otros hacia los años 80, a la promesa alfonsinista de una socialdemocracia con rasgos argentinos. Surfeó la polarización política de los últimos 20 años con alta visibilidad mediática, erigiéndose en crítica aguda del kirchnerismo y luego del macrismo. Nunca dejó de defender valores democráticos, aunque no se granjeara la simpatía de nadie. Sus intervenciones públicas y sus opiniones políticas solían dividir aguas. Nadie permanecía indiferente. La Sarlo, como se la llamaba, era dura e implacable, a veces demasiado, y ello sin hacer diferencias políticas. Pero siempre conservó una vocación por la construcción y el diálogo colectivo, una confianza en la conversación democrática. Impulsó y otras veces acompañó numerosos espacios de debate entre intelectuales, porque básicamente sentía que era importante reflexionar y entender colectivamente lo que nos estaba pasando como sociedad y adoptar un posicionamiento como intelectuales públicos.
La traté en los últimos años, desde 2012, primero con el grupo Plataforma, espacio al que acompañó con generosidad, pese a los ataques injustos que recibió; y más adelante, en 2019, en otro espacio de discusión mucho más precario que se disolvió a raíz de la pandemia. Decía que quería estar cerca de la izquierda y se sentía de izquierda, como bien nos recuerda Horacio Tarcus.
Siento que se nos fue la última gran intelectual argentina del siglo XX.
Una conversación que no termina
Hugo Vezzetti (psicólogo e historiador)
La vida de Beatriz atravesó más de 50 años de la cultura intelectual y la política en Argentina, desde la revista Los Libros, a fines de los años 60, hasta su último libro, No entender, de próxima publicación por Siglo XXI. Somos varios quienes tuvimos el privilegio de acompañarla en tramos de ese viaje, pero nadie como ella llevó el trabajo crítico (de la literatura, la política, la cultura material y urbana, el periodismo...) a su máxima expresión. Su trayectoria abarca la enseñanza y la investigación propias del saber universitario, pero también la creación y gestión de revistas y espacios de organización de la vida intelectual, una práctica única de la política y las ideas y el ejercicio de un pensamiento que se ampliaba y se expandía hacia otras zonas de la cultura, como el cine o la música.
Fue única también en el volumen y la calidad de esa escritura que podía anudar la sofisticación teórica con la voluntad de interpretar e iluminar diversos objetos y experiencias cotidianas. En su obra se conjugan una aguda sensibilidad histórica (que se pone de manifiesto en sus trabajos sobre la novela sentimental, la cultura de Buenos Aires en la década de 1920, las representaciones de la violencia y el terrorismo de los años 70) con análisis del tiempo presente, de la cultura popular, los medios y las escenas que podían llevarla a experimentar con los videojuegos o transitar las ferias y las manifestaciones políticas. No entender, el título que dejó para sus memorias, puede ser tomado como la expresión de un pensamiento y una escritura que se obligaban a ir siempre más allá de los límites de lo conocido y lo transitado, impulsada por una curiosidad abierta a lo nuevo, a los desafíos de objetos y problemas que exigían volver a pensar y, sobre todo, discutir lo dado.
En ese sentido, la fórmula del «cepillar a contrapelo» (que le gustaba repetir) era más que un modo de pensar la historia y se aplicaba a objetos que en gran medida eran producidos, o inventados, en lo que llama la «máquina cultural», un territorio diverso, hecho de mezclas, que emerge en el propio trabajo de escribir y que reúne un análisis de lo dado con las narraciones y las ficciones capaces de dar cuenta de nuevas relaciones de sentido.
Pensar, escribir (sobre todo bajo la forma del ensayo que predomina en casi toda su escritura), discutir, se conjugan en una obra original e incomparable que nos queda, un legado disponible para proseguir con ella, más allá de su ausencia física, una conversación que no termina.
La incomodidad permanente
Pablo Semán (antropólogo)
Me imagino que Beatriz Sarlo escribía, leía lo que escribía, se preguntaba qué había querido decir y volvía a escribir lo que había pensado que quería decir, y así sucesivamente hasta lograr textos pulidos y claros que producían nuevos sentidos todo el tiempo. O, tal vez, estaba tan habituada a ese ejercicio, que lo hacía todo de primera escritura. Lo importante es que leerla era aprender todo el tiempo, incluso cuando uno no estuviera de acuerdo, o no entendiese o aceptase todo lo proponía. Era difícil pasar por sus textos sin consecuencias.
Se desesperaba por las derrotas y las renuncias. Ante el desasosiego, asumió una tarea solitaria que ella misma definió como «guerrilla cultural». Fue una desestabilizadora permanente de comodidades propias y ajenas. Por eso, también se replanteó su rol en la discusión pública y aceptó el reto de los medios para llevar a ellos gestos e ideas totalmente inhabituales.
Los libros, las empresas culturales que fundó y los proyectos políticos a los que se vinculó tenían el sello de esa bienvenida incomodidad que moviliza los esfuerzos. Sus clases, otro género de libros, condensaban la fertilidad de su pensamiento con la generosidad enorme que representaba hacer ese esfuerzo «tan solo para una clase». Me detengo en esto: dio afecto con diálogos, con polémicas, con correcciones dedicadísimas, con una disponibilidad de la que se enriquecieron incluso hasta los que la denuestan.
Por su formación, por su agudeza, por su escritura iluminadora, por capacidad y voluntad de trabajo, Sarlo disparó efectos de formación que son tan importantes como haber creado o renovado una tradición. Las prácticas del conocimiento social en Argentina llevan destellos de sus intervenciones. Nos tocó a todos, como ahora su muerte.
Una militante de ideas
Alejandro Katz (ensayista y editor)
«Soy el último Bioy»: recordé esta melancólica constatación que Adolfo Bioy Casares dejó inscrita en su diario ante el cuerpo de Beatriz Sarlo la noche de su velorio. Bioy se refería a la extinción que, con él, sufriría su apellido. Pensé, ante el cadáver de Beatriz, en el fin de otro linaje: el de aquellos que pueden -que podían, habría entonces que decir- participar de escenas discursivas diversas, y hacerlo en todas ellas con la solvencia que solo resulta de la improbable conjunción de una inteligencia aguda, una erudición sólida, una experiencia vital intensa y un compromiso público apasionado. Sarlo fue, en efecto, la investigadora y la docente que reveló nuevas formas de la crítica y produjo -y ayudó a producir- modos igualmente nuevos de leer la literatura argentina; fue la animadora cultural que desde los medios, especialmente desde aquel prodigio de valentía intelectual y cívica llamado Punto de Vista, robusteció una y otra vez la esfera pública con argumentos sólidos e ideas novedosas, pero también incorporando voces heterogéneas, promoviendo a los jóvenes, estimulando que la curiosidad deambulara por territorios variados, de la música al cine, de las artes plásticas a la filosofía, de la historia a los recovecos más recónditos de la vida social. Si primero fue, como querían los tiempos, una militante política de partido, luego fue eso que nunca había dejado de ser: una militante de ideas y de principios, siempre sujetos a la reinterpretación que la época exigía, siempre también fieles a valores perennes, la libertad y la igualdad. Fue también una polemista temible, siempre dispuesta a poner en evidencia la estupidez de quienes, atrincherados en formas diversas del poder -político, económico, mediático- se pensaban impunes.
Beatriz Sarlo fue a la vez el producto de una época y una de las autoras de su tiempo. Intelectual pública en un sentido en el que hoy ya no es posible imaginar, su muerte es la señal de una clausura, la de aquel proyecto, mil veces intentado y otras tantas frustrado, de fundar una Argentina moderna intelectual, económica y socialmente. Este mes de diciembre, un año después de asumido el gobierno actual, resulta evidente que las elites argentinas abandonaron ese empeño: ya no se les podrá imputar que fracasaron en el intento, sino que se han pasado del lado de quienes se disponen a terminar con él, el lado de quienes celebran un país premoderno y desigual. Un país, una época, una imaginación política y social en la que no cabrán personas como Beatriz. Fue la última Sarlo.
Un legado contra el brutalismo
Pablo Stefanoni (periodista e historiador)
«‘Empecé mal el día; la vi a Sarlo en el bondi [bus]’. Encontré la frase hace unos meses en Twitter. Yo no empiezo mal el día si me cruzo con un kirchnerista en el subte. De mañana, leo diarios sobre papel, y muchas veces ese principio es duro; otras veces, desconcertante. Siempre me obliga a pensar».
Así empezaba su libro La audacia y el cálculo (2011). Se trata de un gran comienzo de un libro que retrata con agudeza el kirchnerismo pero que también retrata a la propia Beatriz Sarlo, una personalidad anfibia, con una voluntad infinita de intervención pública y una curiosidad intelectual que nunca abandonó. Cuando se la denominaba ensayista, recuperando una tradición que en América Latina dio posiblemente las mejores obras de pensamiento, se buscaba etiquetarla de alguna manera en un momento de ultraespecialización en la academia y el declive de los intelectuales tal como los conocimos. Sarlo fue, en esencia, una intelectual.
Pero si siempre buscó intervenir en las diversas coyunturas políticas, su posicionamiento socialdemócrata -luego de pasar por el filoperonismo y el maoísmo- nunca terminó de encontrar un lugar. Quizás el Frente País Solidario (Frepaso) fue donde mejor encajó su socialismo liberal mezclado con su «inconfesable» costado «populista» -según le reprochó alguna vez su irónico marido, Rafael Filippelli-.
Pero ya se habló mucho de la personalidad y del legado de Sarlo. Quizás valga la pena remarcar las reacciones frente a su muerte. Si Sarlo fue la «antikirchnerista que los kircheristas amaban odiar», como alguna vez se definió con humor, fue también la «antimacrista que los macristas habrían querido amar»; ella no les dio la oportunidad. Pero detrás de esos «anti» nunca se perdió el diálogo con referentes kirchneristas y macristas.
Los pronunciamientos y recuerdos transgeneracionales parecen cerrar esas grietas y abrir otra, quizás más fundamental, entre quienes resisten la degradación del debate público -y las estéticas grotescas financiadas desde el Estado- y quienes fomentan el nuevo brutalismo en marcha. Por eso, ninguna figura oficial fue a su funeral. Y posiblemente hicieran bien. En el país del Gordo Dan, Sarlo es una de las ramas de la que aferrarse mientras dure la marea reaccionaria.