De las vanguardias al barro y de la académica a la intelectual ...
Se sentaba sobre el escritorio para dar clase y con ese gesto Beatriz Sarlo exponía un rasgo de su singularidad. Era 1984 y por entonces los titulares de cátedra caminaban con las manos tomadas atrás, mientras circulaban por el salón, o dictaban la clase de pie frente al claustro, cerca del pizarrón o sentados, pero subirse a una mesa no, nunca. No era una forma corriente de exhibir autoridad. Alguna vez dijo que lo hacía porque, como ella era bajita, eso le permitía ver bien las caras de las personas que asistían a sus clases y, sobre todo, que los alumnos la vieran a ella.
Pienso, muchos pensamos, que la decisión de subirse al escritorio tenía que ver con una cuestión de perspectiva, sí, pero que además de sortear con elegancia su baja estatura le permitía también alimentar el encantamiento: subirse al escritorio era una desfachatez y era, además, una forma de seducir a jóvenes amantes de la literatura.
“Si yo me sentaba arriba del escritorio, me aseguraba que las filas número 20 y número 25 me iban a ver perfectamente bien” –me dijo en una de las últimas entrevistas–. “En segundo lugar, yo no estaba acostumbrada a sentarme atrás de un escritorio. Me parecía un lugar demasiado señorial para mí. De profesor titular, que yo lo era, pero no me sentía así. Entonces, sentarme arriba del escritorio me igualaba con los estudiantes”, pretendió aclarar, cuando ya había desarrolado la estrategia de conquista.
Beatriz Sarlo era -que bueno sería poder decir, una vez más, Beatriz Sarlo “es”- una mujer menuda, pero en cuanto comenzaba a hablar no había alturas del conocimiento y del interés de la audiencia que le quedaran lejos.
Le debemos Bourdieu, le debemos Raymond Williams, le debemos Saer. Le debemos nuevas formas de leer a Borges, a Arlt, a Cortázar, a Walsh, a Puig y también la reivindicación de Victoria Ocampo como mucho más que una señora bien a la que le gustaban las celebrities.
Quienes estudiamos con ella en sus grupos privados de antes del regreso a la democracia, esa forma de estudio y resistencia que adquirió el nombre de “universidad de las catacumbas”, le debemos Bajtin, Walter Benjamin, el formalismo ruso, Barthes y un set enorme de teóricos de la literatura que nos entregó amorosamente y en detalle. Fue con esas clases que muchos buscamos cubrir los agujeros que nos dejaba la obsoleta carrera de Letras durante la dictadura. Varias generaciones aprendimos con ella una forma de abordar la lectura y, si me pongo ambiciosa, le debemos también el entusiasmo por leer sin límites.
Se hizo cargo de la materia Literatura Argentina II a partir de una propuesta de Enrique Pezzoni, director de la carrera de Letras, quien los llamó a ella y a David Viñas para que se repartieran el “paquetito” de las literaturas argentinas. Beatriz sabía que Viñas quería dictar Siglo XIX, de modo que ella eligió la del siglo XX, la contemporánea. Era divertido verla imitando a Viñas o, más bien, al modo en que Viñas le respondió ese día con un: “Fantástico, hermanita”.
Las clases de aquellos programas que resultaron tan iluminadores y que, de algún modo, sentaron las bases con las que leemos hoy nuestra literatura, fueron reunidas en el libro Clases de literatura argentina (Siglo XXI) con una cuidada edición de la crítica y docente Sylvia Saítta, quien además de haber sido su alumna es la actual titular de la cátedra que condujo Sarlo por 20 años. Sylvia, Adrián Gorelik, Ada Solari, Adriana Amante y David Oubiña fueron algunos de los grandes amigos de Beatriz que la cuidaron en sus últimos días con amor y con profundo respeto, un concepto que, al igual que la nobleza, parece no formar parte del código ético del presente.
Sarlo fue una personalidad única, maestra de multitudes. Enseñó en su casa, en la UBA y en universidades extranjeras; fue premiada por su obra de todas las formas posibles e integró academias y organizaciones solemnes e informales, célebre e ignotas. Formó parte del equipo de redactores y editores del Centro Editor de América Latina, de Boris Spivakow, que llenó de grandes versiones de los clásicos y de nueva literatura argentina las bibliotecas de las clases medias lectoras en los 60 y 70, cuando la voluntad de ilustración podía verse satisfecha en librerías pero también en quioscos de diarios y revistas.
Beatriz fue parte fundamental de la revista Los Libros (1969-1976), que inició la renovación de la crítica literaria que se consolidaría más tarde en la histórica revista Punto de Vista, que Sarlo dirigió entre 1978 y 2008. Escribió títulos capitales de la crítica y clásicos sobre literatura como Una modernidad periférica, El imperio de los sentimientos, La imaginación técnica, Borges, un escritor en las orillas o Escritos sobre literatura argentina y también ensayos políticos como La audacia y el cálculo, el libro sobre Néstor Kirchner que visibilizó su entusiasmo por incidir de manera amplia en el debate público. Sobre el final de su vida, pero sobre todo a partir de la muerte de su marido y radar, el cineasta Rafael Filipelli, le dedicó lo que quedaba de su ánimo y su lucidez (esa masa espesa de días y noches sin cronometrar) al que, sabía, iba a ser su último libro, que está terminado y será públicado pronto.
Una intelectual popular
Con sus notas en la revista Viva, primero, y más tarde con sus columnas en La Nación y luego en el diario Perfil, acuñó para sí misma un nuevo retrato, el de la intelectual popular, figura que la convirtió en gran referente del conocimiento y del saber aún entre aquellos que nunca la habían leído. Para felicidad de autores y lectores, Sarlo siguió escribiendo sobre literatura argentina contemporánea pero, tentada por llegar a nuevas audiencias, comenzó a opinar también en medios masivos sobre temas vinculados a la sociedad y a la política. Justo a ella, a quien nada le interesaba más que el arte de vanguardia y la experimentación, se le ocurrió meterse en el barro.
Su lenguaje sin afeites y la claridad de sus frases le permitieron salir del registro académico puro y convertirlo en periodístico sin perder ni un centímetro de rigor y belleza estilística. Sin tener experiencia como televidente, se transformó en figura de peso para los programas políticos serios y no tan serios en TV y en todas sus variantes del streaming. Se repitieron las entrevistas en medios gráficos y audiovisuales y no faltaron las oportunidades en las que en lugar de expresar ideas o divulgar conocimiento, Beatriz terminaba empujada por la situación a dar pruebas de ingenio (que le sobraba) o alguna variante de la provocación destinada al título clickero.
Cuando se bajó del escritorio, se convirtió en meme y objeto de burlas y agresiones, pero también de encendidas defensas por los mismos motivos: su vocación de cuestionar, de cuestionarse y de nadar contra la corriente.
Y es que si todos cambiamos de opinión a lo largo del tiempo, exhibir las contradicciones lo convierte a uno en blanco fácil de la crítica, pero lo que a cualquiera podría hundirlo, a ella la encendía. Beatriz tenía el cuero duro. Se sentía –se sabía– fuerte y no le escapaba a las discusiones. Le gustaba ser admirada y recibida con honores pero el insulto y la burla no la amedrentaban y no la atormentaba el agravio; es más, el destrato le habilitaba el ejercicio de cierta crueldad discursiva que practicaba con destreza.
A lo largo de su vida, ya como figura presente en varias polémicas célebres de la historia intelectual argentina o por sus declaraciones en medios, recibió descalificaciones brutales de muchos anónimos pero también de algunos grandes nombres propios: nada de eso la dejó de cama o sin palabras, como si entre sus habilidades contara además con la posibilidad de activar un distinguido corte de manga cada vez que algo así sucedía.
(Escribo esto y pienso que acá, justo acá, me encantaría ilustrar este texto con el meme de Sarlo fumando en boquilla).
Beatriz Sarlo fue chiquita y a la vez fue tan grande que fue muchas. Fue intelectual y deportista. Fue viajera y etnógrafa de marchas y manifestaciones y fue también ícono de estilo. Fue católica y agnóstica; fue peronista, comunista, maoista, alfonsinista y socialista. Fue crítica implacable del kirchnerismo, del macrismo y del mileísmo y conservó amistades incluso en aquellos espacios con los que fue más dura. Como adversaria, los más inteligentes siempre le reconocieron su lucidez y su extraordinaria capacidad de argumentación, algo que también se observa en estas horas. Solo las mentes modestas eligen, aún a la hora de su muerte, descalificarla.
Seguramente le habrían gustado el lugar y los modos elegidos para velar sus restos. Fue en el CeDInCI (el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas) y no faltaron ni discursos, ni recuerdos ni el vino.
Chau, maestra
Tal vez esta no sea la última vez que escriba sobre Beatriz, aunque sí es la primera en la que lo hago en pasado. Podría contar una vez más que fue con ella con quien rendí, embarazada de mi hijo mayor, la última materia, en julio de 1986. También podría citar anécdotas o frases extraídas de las charlas que tuvimos en público o las que mantuvimos a solas. Podría buscar genialidades en las entrevistas que me concedió a lo largo de los años o reproducir fragmentos de sus mails, ese florido jardín de ironía. Pero Sarlo era una persona ajena a toda forma del sentimentalismo y, sobre todo, conviene no excederse en la autobiografía ya que en estas primeras horas de duelo hubo un exceso de necroselfies (esa forma soterrada del narcisismo y la especulación).
Finalmente, no está de más registrar que quien está siendo recordada es, en realidad, Beatriz y no ese cachito de nuestras vidas que alguna vez tuvo que ver con ella.