En caso de emergencia robe el sable de San Martín | Cenital

12 Ago 2024

El 12 de agosto de 1963 un grupo de militantes de la Juventud Peronista ingresó al Museo Histórico Nacional y robó el sable de San Martín.

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Foto Cenital

Era lunes. El museo ubicado en Parque Lezama, en la Ciudad de Buenos Aires, ya había cerrado. Cuatro jóvenes vestidos de traje tocaron el timbre y los atendió un guardia de seguridad. Les dijo que estaba cerrado. Uno de ellos respondió que eran estudiantes tucumanos, que querían conocer el museo, pero se les había hecho tarde. A la noche debían volver a la provincia. Cuando el guardia entreabrió la puerta, uno sacó un arma y lo redujeron. Había otro guardia adentro que sufrió el mismo destino. Permanecieron atados y custodiados por dos de los militantes: Manuel Gallardo y Luis Sansoulet. Los otros dos, Osvaldo Agosto y Alcides Bonaldi, se dirigieron a la vitrina de vidrio en la que descansaba el sable corvo del general don José de San Martín.

Encontrarlo no fue difícil. Los cuatro muchachos — junto a Emilio, el quinto integrante que esperaba afuera en un Peugeot 403 celeste en marcha — habían recorrido dos semanas antes el museo para planificar el robo. Cuenta el muy amable libro El sable, de Rodolfo Piovera, que fue Osvaldo Agosto el que decidió la fecha del robo. El 12 de agosto era el aniversario de la Reconquista, el día que el pueblo de Buenos Aires comenzó el rechazo militar a la primera de las dos invasiones inglesas. Casualmente por la calle Defensa, la misma en la que estaba estacionado el Peugeot 403 esperando el sable, habían ingresado las tropas de Beresford casi 170 años antes.

Mientras Luis y Manuel vigilaban a los guardias atados y cortaban los cables telefónicos, Osvaldo y Alcides tomaron el sable de la vitrina y lo escondieron dentro de un poncho. Sobre el vidrio dejaron varios folletos con la siguiente proclama:

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Al pueblo argentino,

Pocas veces como hoy una crisis moral y espiritual ha comprometido más entrañablemente el honor de la patria y la felicidad del pueblo.

En efecto, en pocas coyunturas como en ésta la soberanía argentina ha sido tan vejada, la economía nacional más entregada y la justicia social más negada.

Frente a esta realidad angustiosa y vejatoria, la elección del 7 de julio, fraudulenta en su proceso y realización, difícilmente pueda dar las soluciones honradas y profundas que la dignidad de la acción exige imperiosamente.

A pesar de ello, los “beneficiarios del fraude” han prometido reivindicar el honor de la patria y los derechos del pueblo, produciendo los siguientes actos: anular por decreto los infamantes contratos petroleros suscritos por el gobierno radical del doctor Frondizi, ruptura con el FMI, nulidad de los convenios leoninos con Segba, levantamiento de la proscripción que pesa sobre la mayoría del pueblo argentino.

Y bien, como con tales hechos, prometidos pública y solemnemente, le devolvería al pueblo su fe perdida y a la república su soberanía enajenada, la juventud argentina se ve forzada a realizar un acto heroico para lograr su cumplimiento.

Pues bien, aquella espada, la purísima espada del Padre de la Patria, aquel sable repujado por la gloria, aquella síntesis viril generosa de la patria, por milagro de la fe, volverá a ser el santo y seña de la liberación nacional.

Para ello, desde hoy, aquella espada que un día el Libertador, en plena lucidez, legara al brigadier general Juan Manuel de Rosas por la satisfacción con que viera la defensa de su patria frente a las agresiones del imperialismo, dejó su reposo en el Museo Histórico Nacional para brillar de nuevo en magno combate por la reconquista de la argentinidad.

Desde hoy, el sable de San Lorenzo y Maipú quedará custodiado por la juventud argentina, representada por la Juventud Peronista.

Y juramos que no será arrancado de nuestras manos mientras los responsables directos o indirectos de esta vergüenza que nos circunda no resuelvan anular los contratos petroleros, decretar la libertad de todos los presos políticos, gremiales y Conintes, y dar al pueblo libertad para expresar su pensamiento y ejercer su voluntad al amparo estricto de la ley y lejos de decretos delictivos y comunicado de mentiras, que han constituido la más fabulosa y descarada estafa uniformada de que se haya hecho objeto al pueblo de la República en toda su historia.

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Foto Cenital

El pueblo no debe albergar ninguna preocupación: el corvo de San Martín será cuidado como si fuera el corazón de nuestras madres; Dios quiera que pronto podamos reintegrarlo a su merecido descanso. Dios quiera iluminar a los gobernantes.

Juventud Peronista.

Gobernaba el país José María Guido, un civil que había asumido luego del golpe de Estado contra Arturo Frondizi en 1962. Era un gobierno custodiado por las Fuerzas Armadas. “Una dictadura de saco y corbata”, dice Piovera en el libro. El peronismo había intentado incorporarse a la vida institucional, después del golpe del ´55, por todos los caminos. Primero apoyó a Frondizi en las elecciones de 1958 y, pese a que no se retiró la proscripción, tuvo candidatos a gobernaciones en 1962. Perón, desde el exilio, se postuló como vicegobernador de Andrés Framini, pero el Gobierno lo prohibió. Framini ganó igual, pero el gobierno de Frondizi intervino la provincia. No le alcanzó: nueve días después las Fuerzas Armadas lo derrocaron. Su sucesor, Guido, intervino todas las provincias en las que había participado el peronismo y cerró el Congreso. Convocó a elecciones para el 7 de julio, que ganó Arturo Illia, con el peronismo nuevamente proscripto. Mientras los cuatro muchachos tomaban el sable del museo, se conformaba la Asamblea Legislativa en el Congreso que proclamaba la fórmula Illia-Perette.

Ese era el marco institucional en el que habían ideado el robo como una forma de levantar la moral militante, que hacía falta. Así se lo comunicaron a Envar “Cacho” El Kadri, Jorge Rulli y Héctor Spina, el triunvirato de lo que luego sería oficialmente la Juventud Peronista. Pero el plan no terminaba con el robo del sable. Habría otras dos acciones con el mismo objetivo: por un lado, recuperar las banderas argentinas capturadas por Francia en Vuelta de Obligado, exhibidas entonces en el Los Inválidos de París, donde está enterrado Napoleón; por el otro, un desembarco simbólico en las Islas Malvinas, izando la bandera nacional y cantando el himno. Estas dos acciones no se llevarían a cabo por este pequeño grupo pero sí lo hicieron otros, en otro momento. En 1966, Dardo Cabo desembarcó en Malvinas en la Operación Cóndor. También hubo tratativas para que las banderas argentinas en poder de Francia las recuperara un comando argelino a cargo de Hussein Triki, representante de la Liga Árabe en Argentina. Pero son dos historias para otro día.

El robo del sable era el más efectivo. El museo tenía poca seguridad, necesitaba un operativo simple y el hecho tendría una repercusión nacional inmediata. Así lo comprobaron esa misma noche. Los cuatro jóvenes salieron del museo sin disparar un solo tiro ni herir a nadie. Se subieron al auto que los esperaba en marcha en la puerta y se dirigieron hacia la cita para entregar el sable.

Al sable lo conocemos todos: es el que usó San Martín en Chacabuco y Maipú. En enero de 1844, cuando la Confederación Argentina empezaba a sufrir el hostigamiento de Francia e Inglaterra por impedir la navegación en sus ríos interiores, San Martín redactó su testamento y pidió allí que el sable fuera entregado a Juan Manuel de Rosas “como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tentaban de humillarla”. A la muerte de San Martín pasó por Rosas y luego por su hija Manuelita, la que finalmente lo envió desde Londres al Museo Histórico Nacional en 1897, a pedido de su entonces director Adolfo Carranza.

Ahora el sable descansaba, pero en el baúl de un Peugeot 403 que transitaba por Carlos Pellegrini rumbo a la avenida Santa Fe, en Buenos Aires. A mitad de camino bajaron Luis y Manuel. Los tres que quedaron iban en silencio, nerviosos. Frenaron en la esquina de Pellegrini y Santa Fe, donde debían estar esperándolos los hermanos Aníbal y Gualberto Demarco para hacer el traspaso.

No estaban.

Podía haber pasado cualquier cosa. Quienes participaban de acciones de la Resistencia peronista ya eran conocidos como tales y habían pasado tiempo en la comisaría. Los hermanos podrían haber caído en la cita, alguien podría haberlos delatado. Dieron algunas vueltas para hacer tiempo mientras escuchaban la radio, esperando que la noticia se hiciera pública. Pero no pasó. A pocas cuadras encontraron una pizzería. Osvaldo bajó del auto, pidió unas monedas y llamó desde un teléfono público a la casa de los Demarco, que lo atendieron.

 — ¿Qué hacen todavía ahí? — gritó ante la mirada del resto de los clientes.

 — Pensamos que era a otra hora  — contestó uno de ellos.

Pactaron una nueva cita en Corrientes y Serrano, donde había una feria municipal. Horas después, Aníbal Demarco — que luego sería ministro de Desarrollo Social durante el gobierno de Isabel Perón — se quedó con el sable en su auto. El plan original había sido enviárselo a Perón. Saldría por lancha a Uruguay, desde allí a Brasil y en avión hasta España. Pero la operación resultaba más compleja de lo esperado y hubo que cambiar de planes. Demarco, con el sable en su baúl, tomó la ruta 2 y lo llevó hasta una estancia en Maipú, provincia de Buenos Aires, un municipio que — como a la realidad le gustan las leves anacronías — tomó su nombre de la batalla que San Martín ganó en Chile.

El país se despertó con la noticia: habían robado el sable de San Martín. El escándalo es nacional, las Fuerzas Armadas reaccionan y durante los siguientes días se producen detenciones al voleo. Los cuatro jóvenes dejan de frecuentar los lugares habituales. Cinco días después del robo, cuando se conmemora el aniversario de la muerte de San Martín, el grupo publica un segundo comunicado reiterando las exigencias: anular los convenios petroleros de Frondizi, los convenios con la eléctrica Segba, romper con el FMI, levantar la proscripción al peronismo, liberar a los presos políticos, devolver el cadáver de Eva Perón, permitir el regreso al país de Juan Domingo Perón, castigar a los militares responsables de los fusilamientos de José León Suárez y de los asesinatos de Felipe Vallese, Medina, Bevilacqua, entre otros.

Ese mismo día, en un operativo para difundir por radio la nueva proclama que buscaba evitar que el tema se apague, fue detenido Manuel Gallardo, uno de los que había participado del robo. Al día siguiente le tocó a Osvaldo Agosto. Junto a sus compañeros, pasaron por diferentes comisarías en las que, hasta que “legalizaron” la detención, los torturaron para sacarles información. Ninguno de los dos confesó haber participado del hecho. Mientras tanto, el sable permanecía en Maipú. Todos los días pasaban por allí pequeños grupos de selectos militantes para practicar un ritual: juraban lealtad a Perón extendiendo su brazo por encima del arma que había liberado al continente.

La noticia de que corría peligro la vida de varios militantes detenidos hizo que interviniera Adolfo César Philippeaux, un militar retirado que había sido custodio de Perón y estuvo a punto de ser fusilado en el levantamiento de Valle. Philippeaux negoció la devolución del sable, que volvió a manos de las Fuerzas Armadas el 28 de agosto. Permaneció en manos de los militares peronistas durante 16 días. Dos años después volvería a ser robado por otro grupo de militantes y recuperado por otro grupo de militares. La dictadura de Onganía le entregó su custodia al Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín y recién en 2015, en el aniversario de la Revolución de Mayo, volvió a su lugar original: el Museo Histórico Nacional, en Parque Lezama.

Allí permanece hasta el día de hoy y es obligación de todo ciudadano y ciudadana argentina que ande por ahí cerca pasar a verlo, al menos una vez. Está detrás de un vidrio bien custodiado. Recordándonos que, cuando la Patria está en peligro, todo está permitido excepto no defenderla.

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