Campi: “Tenía 14 cuando mi casa estalló y la vida me hizo crecer a ...

4 Jun 2024
A Solas, Campi con Sebastián Soldano

Por aquí, la mesita clasificadora de plumas. De frente, un mesón de trabajo con cientos de adminículos de quién sabe qué planeta. Más allá, la “maquinola” de hacer plumeros. Y en medio, volaban mundos y un gran presagio. El abuelo Federico (“tan sabio, moral y juguetón”) tenía la magia y su taller era “el mejor de los refugios” para un niño “inquieto y solitario” que escapaba del tedio de esas horas de la tarde en las que “la tele era propiedad de las señoras”. Martín Mariano Campilongo (55) acepta regresar a buscarse en aquel sitio, en aquel vínculo (“que no he dejado de extrañar jamás”), para traerse de la mano y dar cuenta de por qué todo eso ha sido, según dice, “el hormigón armado en el que estoy parado”.

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Martín Campi Campilongo junto a sus abuelos, Oliva (a la que apodaba Nani) y Federico Garuccio, fabricante de plumeros y su gran mentor

La soledad ha resultado buena socia para un único hijo “criado entre adultos” y con un enorme agravante: “¡Detestaba el fútbol! Lo que en Parque Patricios resultaba una condena”, cuenta el quemero por herencia. Pero aquel contratiempo para la socialización en una edad tan importante despertaría (para siempre) un gran talento: “Yo estaba obligado a inventar cosas capaces de tentar a los chicos del barrio y hacer que venir a lo de Campi fuese tan divertido como patear en una cancha”, explica el creador de, por ejemplo, una balsa con la que supo navegar en barra sobre el Río de la Plata. El taller fomentaba el uso de varias de las herramientas que hoy empuña en el estudio que montó en su casa, donde atesora pelucas, prótesis y máscaras hechas por él mismo en función de sus caracterizaciones. “Un modo de repetir mi propia historia reseteada”, concluye. Y, además, tal y cual lo ha hecho Federico, “ser artífice de memorias”, porque como cuenta: “Mis hijas convirtieron mi atelier en un ámbito más de juegos. Si alguna quería un caballito para saltar, yo la invitaba a construirlo juntos. Tiene otro valor… ¿viste?”, desliza con nostalgia y cierta satisfacción de un legado bien aprehendido.

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Martín Campi Campilongo en el taller que alguna vez montó en su casa de Colegiales, donde fabrica sus propias máscaras y prótesis para sus interpretaciones

Martín Campi Campilongo, a sus 2 años, durante las vacaciones familiares en Santa Teresita (1971)

Martín Campi Campilongo de la mano de su madre, 1973

Martín Campi Campilongo luciendo sus dotes de bailarín en un acto escolar, 1974

Creció atribulado por el acoso escolar “de esos salames que se creían pillos”, cuenta respecto de sus compañeros de la Escuela Cangallo (en el Once). “Mi apellido rima con tantas cosas… Eso, a la distancia, puede sonar gracioso y hasta algo ingenuo, pero siendo niño es difícil de transitar. Las burlas de los demás me dejaban desnudo y a esa edad no es sencillo encontrar la ecuación para revertirlo. El bullying es algo que te marca de por vida”, sentencia. “Aún así tuve un ojo-scanner para detectar y exponer los errores de estos piolas frente a todos. Y en un batifondo de risas, se iban pasando a este lado del juego,” recuerda con la salvedad de que la suerte cambiaría luego en el Instituto de Educación Superior Mariano Acosta (Balvanera). Así, impensadamente, Campi desenfundó el arma que cambiaría su vida: el humor. “Sí, mi arma hasta para la seducción”, apunta. Y aunque pronto dirá que en algún tramo de su historia eso mismo ha sido “un yunke” muy difícil de acarrear, asegura que durante 55 años “la comedia fue mi modo de subsistir con felicidad”.

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Martín Campi Campilongo en el cumpleaños de su amigo “Gallito”

Martín Campi Campilongo a sus 10 años

Martín Campi Campilongo con Carlos Balá, su gran ídolo

Martín Campi Campilongo junto a Roberto Gómez Bolaños (otro de sus mentores en el humor) y Florinda Meza

Campi coincide, “somos nuestra infancia, la moral que uno lleva para siempre por la vida”, define. Y la suya transcurrió a los pies de una galería de “ídolos” eternos como Gaby, Fofó, Miliki, Roberto Gómez Bolaños, Pepe Biondi y el gran Balá. “Mirá que en tantos años de VideoMatch (Telefe) he cruzado a figuras como Madonna, pero cuando vi a Carlitos por primera vez, se me aflojaron las piernas”, cuenta. “Nada le gana al don y a esa labor de haber hecho reír tanto a mi niño”. Un niño que a esa gracia inspirada le añadía habilidad en aquel imperio de la inventiva que encontraba entre plumas y tablones. Aun cuando este presente ni siquiera llegaba a orillas de una fantasía. Luego sumaría en ese altar a Alberto Olmedo, Antonio Gasalla (“con quien finalmente entablaría una gran amistad” tras intercambiar admiración en un viejo camarín y haber recibido su dirección artística en Campi, 5 monólogos, 5 personajes, 1 artista) y Mario Sapag, “con la expectativa de qué máscara estrenaría cada semana”.

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Martín Campi Campilongo en su “campito” de San Miguel del Monte, donde suele recluirse en soledad. Tiempos que su familia respeta, “y algo que hace más feliz mi matrimonio”

Martín Campi Campilongo montando a Morticia, uno de los caballos que cría y cuida en su campo de San Miguel del Monte

Martín Campi Campilongo entre sus limoneros, parte de esos árboles frutales que cultiva en San Miguel del Monte

Martín Campi Campilongo y Pancho, uno de los tantos “amores animales” (entre perros, ovejas, petizos y hasta una burra) que cuida en su refugio de San Miguel del Monte

“Yo quería ser camionero. Había algo de este ‘estar solo’ que resultaba muy atractivo. Me imaginaba manejando las rutas, muy tranquilo, con buena música y disfrutando de nuestros paisajes del Norte o del Sur. De hecho, intenté sacar mi carnet de conducir camiones, pero no conseguí a nadie que me prestase alguno para la prueba”, cuenta. “Siempre busqué mis silencios y mis ratos de retiro… Y aún hoy yo soy un buen plan para mí mismo”. Una elección que no solo “en casa se respeta”, según relata, sino que, asimismo, “es algo más de lo que hace tan lindo mi matrimonio de 19 años con Denise (Dumas, 46)”.

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Dice saber gestionar sus “momentos privados” alrededor de ese “lugarcito de tierra”, como se refiere a su chacra en San Miguel del Monte (Buenos Aires), en la que cultiva árboles frutales, visita a su perra Olivia, a su burra Libertad, a Pancho y Morticia, sus caballos, a su petizo Chiste y a Amapola y Pablo, sus ovejas, entre otros compañeros de retiro. En esos bucólicos rincones puede dedicar días enteros a escribir ensayos, alguna adaptación y guiones como el del unipersonal Campi, cinco monólogos argentinos que “hoy da vueltas por el mundo” a través de Prime Video, lo que le valió invitaciones de escenarios americanos, españoles y hasta londinenses. “Una locura” que de momento resignó para prestar su piel a Mamá Cora en la exitosa versión teatral de Esperando la carroza, con autoría de Jacobo Langsner y dirección de Ciro Zorzoli en el Teatro Broadway.

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Martín Campi Campilongo con Antonio Gasalla. Alguna vez se confesaron admiración mutua en un camarín de ShowMatch. El capocómico le produjo un espectáculo y desde entonces iniciaron una “entrañable amistad”

Martín Campi Campilongo como Mamá Cora, el personaje que inmortalizó su amigo, Antonio Gasalla, en Esperando la carroza, film de Alejandro Doria (1985)

Martín Campi Campilongo, como Mamá Cora, en la versión teatral de Esperando la carroza, de Jabobo Langsner y dirección de Ciro Zorzoli, sobre el escenario del Teatro Broadway

Martín Campi Campilongo (Mamá Cora), Paola Barrientos, Pablo Rago, Ana Katz, Sebastián Presta, Valeria Lois y Mariano Torre, elenco completo de la exitosa Esperando la carroza, en el Teatro Broadway

Las escaleras de la casa de Caseros y 33 Orientales eran lianas de una aventura a otra, entre el tercer piso, donde vivía con sus padres, y el primero, donde lo hacían los abuelos. Pero todo empezaba y terminaba en el taller del segundo, “para charlar, hacer silencios y martillar un rato”. Fue en una de esas tardes en las que Federico, sin siquiera sospecharlo, sellaría a fuego la lección que su nieto aún lleva en alto como estandarte. “Una vez vi a mi abuelo, agachado, muy empecinado en destapar una cañería y, por supuesto, todo enchastrado ... ¡Spuzza!, como diría. Entonces me pidió que lo ayudara. ‘No, no, no…’, balbuceé al ver todo ese cuadro, pero lo hice, aunque protestando por mancharme las manos. ‘¿Cuál es el problema?’, me respondió al ver mi cara. ‘¡Es que estoy sucio!’, dije. ‘¡Eso se lava! Siempre se lava. Problema sería que estuvieses sucio por dentro!’, contestó él. Jamás olvidé ese diálogo. Que, en más o menos palabras, se trataba de cuidarte. De cuidar el apellido. Un asunto muy personal, ¿no? Y eso es algo más de lo que enseño a mis hijos. La seguridad de que habrá cosas de vos que nunca podrán decir mientras estés limpio por dentro”.

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Martín Campi Campilongo frente a la casa en la que nació y creció su abuelo Federico Galuccio, en Olevano sul Tusciano, Salerno (Italia), febrero de 2023. “Fui a buscarme en esas tierras y me encontré”, dice

Hablar de su abuelo sin quebrar resulta un desafío en esta charla. Así como el hecho de evitar “extrañarlo a pesar de tantas décadas de tenerlo en otro plano”, apunta convencido de que Federico “me mira, me abraza y me acompaña desde ahí, seguramente, hablándome en italiano”. Y en términos de memorias que enaltecen abolengos, surge la del viaje familiar que se debía.

En febrero de 2023, Campi embarcó a su familia hacia un largo itinerario por Europa, la excusa para salir a buscarse una vez más. “Necesitaba ir a Salerno y visitar Olevano sul Tusciano, el pueblito en la montaña donde nació y creció mi abuelo, justo al lado de Battipaglia, donde encontré a la parentela con la que iniciamos un contacto permanente”, dice. “Entonces caminé su tierra, me paré frente a su casa, pude ver todo eso que él veía un siglo atrás y entendí todo”, asegura. “Entre los italianos entendí que no estaba loco. Que mi carácter tiene una explicación muy clara en mi ADN. Porque puede parecer que no, pero tengo pocas pulgas y menos paciencia. Y entre los olivos del lugar entendí el amor por el cultivo, por la labor con las plantas”, en pos de citar algunas de su lista.

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“Fui a encontrar parte de mí y a mostrarle a mis hijas parte de ellas. Parte de nosotros. En definitiva, fui a pasar la posta”.

Martín Campi Campilongo entre sus compañeros del Instituto de Educación Superior Mariano Acosta, de Balvanera, 1987

Cuando afirma seguir siendo “un chico en búsqueda constante” no solo se refiere a lo craneado en el taller. Campi comenzó a remar la calle a los 14. En algunas líneas más sabremos si esa fue legítima elección, pero ya pintaba vasos. “Lo hacía por encargo de una mujer de Villa Crespo que me pagaba tan poco que lo que me daba lo gastaba en los viáticos de vuelta. Cuando reclamé, creyendo que lograría un aumento, me dijo: ‘¡Bueno, pibe… Andate!’ Y me fui sin tener ni para el 65″, remata con gracia. Así fue que inició la venta ambulante. “Los vasos eran divinos. Pero como usaba esmalte sintético, y no tenía el horno especial que se necesitaba, se iba todo en la primera lavada. ¡Nunca más pude pasar por Flores!”, bromea respecto de los vecinos que, según él, todavía deben estar buscándolo.

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Martín Campi Campilongo en su juventud

Diseñó ropa que fabricaba con la expertiz (y maquinaria) de su padre, que a eso se dedicaba. “Tenía 18 y me presentaba como diseñador. Así gané premios en la primera Bienal de Arte Joven”, recuerda de los tiempos en que creyó se haría cargo de la empresa familiar.

“Tanto me había entusiasmado que estudié modelismo hasta recibirme. De hecho, la moldería de gran parte del vestuario de mis personajes la confecciono yo mismo”, revela. Luego, “fui escultor y llegué a vender varias de mis obras”, cuenta sobre esa beta que culminaría con la apertura de su propio videoclub, al que siempre recuerda con fondos de aplausos.

“En cada estreno, antes de pisar el escenario suelo estar tan nervioso que me digo: ‘¡Por qué vendí mi videoclub, si me iba tan bien con eso!’ Pero al bajarse el telón, lo celebro: ‘¡Qué bueno que lo vendí!’”, dice este “eterno curioso”, como se nombra una y cien veces.

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Martín Campi Campilongo en su juventud

Martín Campi Campilongo en su juventud, divirtiéndose en la playa con un amigo

Poco antes de clasificar y recomendar películas, no sólo supo desempeñarse como supervisor de una sucursal de Pumper Nic (de la que fue echado por hacer tallarineadas clandestinas para los empleados en horarios laborales) sino también como caricaturista para varias publicaciones, “un envión artístico por la proliferación de pasquines que festejaban la llegada de la Democracia”, cuenta. Hábito tan bien adherido que aún hoy despunta en su taller, porque “antes de hacer un personaje, lo dibujo; Le pongo sombras por aquí y por allá hasta que mi propia cara es la hoja en blanco”. Campi, además y entre tanto, intentó un año de Diseño Gráfico en la UBA. Sí, solo un año que fue lo que tardó en avanzar “bicicleteando” la presentación del título secundario que nunca alzó por “culpa” de una materia. Claro, “para actuar no me lo pedían”, suelta con gracia. Y fue entonces que el teatro “me encontró para siempre”.

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Martín Campi Campilongo en una de las interpretaciones dramáticas durante las clases de Agustín Alezzo, el “maestro” que le sugirió no enojarse con el humor y hacerle caso al don de hacer reír

Martín Campi Campilongo como Rodolfo Páez padre en la serie El amor después del amor. Aquí hace la comparación entre la dupla real y la que compuso con Gaspar Offenhenden, quien interpretó al músico en su niñez

La vocación, que ya había germinado silenciosa, fue una opción seria cuando “la gorra empezó a garpar más que alquilar películas”, dispara Campilongo de entre sus recuerdos no solo del under porteño sino también en los dos años que vivió “yendo y viniendo” a Montevideo (Uruguay), donde “me bancaba un buen departamento”. Tendría “20 y monedas” cuando “juntaba la plata y pensaba: ‘Epa, tengo que darle a esto mucha más importancia’”.

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Mientras tanto, seguía peleándose con el humor en las aulas de teatro, “en las que intentaba hacer escenas dramáticas que nunca sucedían”, recuerda quien debutó cinematográficamente en La peste (de Luis Puenzo, 1993). “Eran intentos, semana tras semana, y solo causaba risa entre mis compañeros. Hasta que un día, mi maestro Agustín Alezzo (precursor de otros como Carlos Gandolfo y Ricardo Bartis), que atendió y entendió mi enojo, me llamó aparte: ‘Che, no es fácil ni normal que ocurra esto que está pasándote. Deberías amigarte con eso de ‘causar gracia’, aprovechálo. Desde entonces me salió hacer comedia con la misma seriedad y conocimiento con los que hago drama**”, habilidad que parece haber sorprendido críticos. y espectadores.

Campi fue popularmente redescubierto (y celebrado) en la piel del padre de Fito Páez (61) en la serie El amor después del amor (de Juan Pablo Kolodziej y dirección de Felipe Gómez Aparicio y Gonzalo Tobal, Mandarina Contenidos para Netflix) y pronto volverá a hacer galas de esas dotes interpretando a Domingo Cavallo (77) en Menem (de Ariel Winograd, para Amazon Prime Video), y de Enrique Pinti en Cris Miró, vivir y morir en un país de machos (de Carlos Sanzol, para TNT y Flow).

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Campi, con compañeros de la escuela

Después de chequear el Pingponeando misceláneas, Campi atribuye la mayor de sus angustias a la caída del pelo. Claro que no faltan carcajadas. “Tenía 19 años. Cuando advirtiendo lo que se vendría, decidí raparme la cabeza. Por lo que, créeme, ya no puedo imaginar qué pelo tengo ni cómo sería”, dice con gracia. “Alguna vez, una de esas empresas de implantes intentó regalarme las sesiones, que en realidad era a cambio de salir en la publicidad. La verdad es que nunca me había inquietado el tema, pero tanto me rompieron las pelotas que fui a escuchar una charla interminable sobre las virtudes de tener una linda cabellera. Estuve tan callado que, al terminar, el tipo me dijo: ‘¿Pero te interesa tener pelo?’ A lo que respondí: ‘Y… Tal vez los martes. Los miércoles no sé… Y los jueves no, porque tengo teatro.’ Tendrías que haber visto la cara del flaco explicándome: ‘¡Pero no puedo ponerte pelo solo los martes…!’”, remata hilarante. Quizás, para no escribir ‘seguramente’, esta anécdota haya sido un buen intento de eludir otro pesar real que finalmente asomará.

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Martín Campi Campilongo celebrando en familia los 80 años de su abuelo Federico Garuccio, rodeado por su abuela Oliva, primos, tíos y sus padres, Roberto y Norma

Federico y Oliva Garuccio, adorados abuelos de Martín Campi Campilongo

En 1983, encontró una casa implosionada por “esos malos ratos de la vida”, como define. La separación de sus padres (“insospechada para mí”) fue el detonante de “un crecimiento acelerado a los sopapos”, rememora. “Los Campilongo debimos rearmarnos, y todo lo que siguió no estuvo nada bueno”. El drama all’italiana

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