Marisa Paredes, pensando en ti
Llevaba una chaqueta de cuero negra y unos vaqueros cuando la conocí. Venía caminando por la calle Barquillo hacia el Pomme Sucré, donde habíamos quedado para tomar el té. La espalda de Becky del Páramo, los botines de Leo Macías, el humo de Huma Rojo. Existe alguna posibilidad por pequeña que sea de salvar los nuestro. Todos los personajes que había interpretado venían hacia mí, con paso firme y una enorme sonrisa. Porque todos sus personajes tenían algo de ella. Eso lo aprendí aquella primera vez.
—¿Quién era? —pregunta Chema Prado, su marido, al otro lado de la línea. Ella cree que ha colgado.
—Uno que dice que es mi mayor admirador.
“Dime que eres tú, porque por teléfono confundo los admiradores”, dice sorprendida al volver a escuchar mi voz y haciendo alarde de su fino sentido del humor, del bueno, del que siempre se percibe un matiz de mala leche. Marisa era la exégesis de la actriz. Entraba en escena (y en el supermercado) ahuecándose la melena con los dedos –ese gesto tan suyo– e iniciando cada frase con la afectación de María Guerrero. Pues de ella venía, del teatro, del puro teatro. “¡Tenemos que reivindicar El comprador de horas! ¡Mi primer prota y de puta francesa!”, me escribía, de pronto, un lunes. Y yo corría a la web de Televisión Española para verla en ese Estudio 1, como había hecho toda la vecindad aquella tarde de 1968 en la que su padre, Lucio, empezó a recibir enhorabuenas de sus congéneres, aceptando así, muy a su pesar, que su hija era Actriz. La hija de Petra, la portera, había tenido un éxito televisivo. Pedro Almodóvar, que además de un gran narrador es un mitómano fetichista, le regaló a Marisa el final de Tacones Lejanos, en la que su personaje, Becky del Páramo, regresaba del éxito para morir en la portería de su madre.
“Ayer vi El mundo sigue de nuevo. Hago dos secuencias. De criada, naturalmente, en la escena con Lina Canalejas destruida, currando en casa. Obra Maestra. La mejor del pelirrojo. Hay que verla de vez en cuando para saber de dónde venimos y por qué somos así”, esto me escribe otro jueves cualquiera. El pelirrojo era, por supuesto, Fernando Fernán Gómez y aquel uno de sus primeros papeles en cine. El primero se lo había dado Forqué en 091, policía al habla en 1960, ocho años antes de su éxito en Estudio 1. Se consagró sobre las tablas. De su relación con el director Antonio Isasi-Isasmendi fueron fruto un pequeño papel en la magnífica El perro y su hija María, actriz de cuna, a quien acudió a ver este pasado domingo al Teatro Español, su teatro, el mismo que acogerá mañana su capilla ardiente. “Mi nieta Thelma”, me envió las navidades pasadas, con una foto de una niña monísima tocando el piano, su gran amor, su debilidad.
El éxito internacional le llegó de mano de Almodóvar. Sus personajes, melodramáticos, exagerados, heridos, encontraron en Marisa Paredes a su mejor intérprete. En ella el dolor de Pedro sonaba auténtico. Comprometida siempre con los derechos del trabajador, recuerdo una vez que, al más puro estilo de Huma Rojo, sacó su pintalabios para dibujar el contorno de una conversación que no iba por donde quería. “¡Pepe, por favor… si tú no hiciste la huelga en el 75… Hiciste las dos sesiones que tenías en el María Guerrero!”, ante la atónita mirada de José Sacristán que empezó a reírse desaforadamente. “También había que comer”, sentenció. Después me cogió del brazo y me dijo por lo bajini: “Es que hay que decirlo todo, que luego se empiezan inventar”. Bajo las órdenes de Sacristán rodó Cara de acelga, lo que supuso su primera nominación al Goya.
Con su vena más luchadora y comprometida pasó sus años como presidenta de la Academia de Cine, donde todavía se recuerda su ceremonia del ‘No a la Guerra’ de Irak. Y todavía el año pasado tuvo su “momento viral” cuando dijo aquello de “¿Ayuso? Pero qué hace aquí, ¡fuera!” en el velatorio de Concha Velasco. Fue también un momento de actriz, de intérprete dolida, pues sus palabras de recuerdo hacia su compañera habían sido interrumpidas por la llegada de la presidenta. Bromeamos sobre aquello. “Ahora que soy lo más por lo de Ayuso me tenéis que dar la portada, que todavía no la he hecho”, me dijo cuando le propuse hacer un reportaje para esta revista.
Conocí a Marisa admirándola, queriéndola, adorándola. Recuerdo que fui hasta en siete ocasiones a verla al Teatro Español. La misma obra, El cojo de Inishmaan. Al terminar, íbamos a hablar con ella y con Terele Pávez al camerino. “Hoy ni me hables”, me dijo una de las tardes con una sonrisa, se había equivocado en una línea. Algo totalmente imperceptible para el público, pero terrible para una Actriz.
“Acabo de ver El comprador… No sé por qué, pero estoy muy contenta de tener una buena relación con el pasado. Me encuentro muy moderna de actuación. Pensaba que podía ser más exagerada, pero creo que Pemán lo quería contenido. Estoy bien y agotada, ya será otro día. ¡Ahora no pienso más! Sólo sé que Thelma un día lo verá… ¡y no sé qué pensará!”, escribió otro martes, como hoy, en el que se ha marchado sin decirnos nada, sin avisar. Con la elegancia que la caracterizaba. La de verdad. La discreta y la exagerada, según la ocasión lo merezca. Sobre mi mesilla de noche descansa la caja de té blanco que me encargó que le trajera de Fortnum & Mason. El té que miraba todas las mañanas y me recordaba que iba a ver a Marisa, se yergue ahora como una urna amarilla donde reposa el té de aquella primera vez que nos vimos. Yo tampoco pienso más. Mi cabeza y corazón están ahora con Chema, María y la pequeña Thelma. ¡Oh, Dios mío! Como diría Leo Macías, su personaje en La flor de mi secreto, “excepto beber, ¡qué difícil me resulta todo!”.