Elecciones en Francia: la hora del lepenismo y el regreso de las ...
Hace unas semanas, el primer ministro de un eventual gobierno lepenista, Jordan Bardella, resumió en una frase ante France 3 TV el núcleo de la estrategia de su partido: “Ningún ciudadano francés toleraría vivir en una casa sin puertas ni ventanas. Bueno, lo mismo ocurre con un país". Para decirlo de otro modo: las naciones modernas requieren fronteras que puedan sellarse herméticamente.
En el corazón del rápido ascenso de la derecha nacionalista, con su visión de los inmigrantes como una amenaza a la esencia de Francia, reside la sensación creciente entre muchos franceses de que ya no se sienten en casa en su propio país. No es el único elemento del auge lepenista. Pero aun así es muy poderoso.
Ese malestar persistente incluye varios elementos: el sentimiento de desposesión, la angustia del desclasamiento y la competencia laboral con inmigrantes, en especial musulmanes de las viejas colonias africanas. En el fondo, es una queja por la identidad perdida en un mundo globalizado, con prácticas amenazantes que cambian continuamente.
Muchos de quienes hoy se sienten descolgados de la nueva economía se abstenían o votaban a la izquierda en otros tiempos. Ya no. Ahora se inclinan a propuestas de la ultraderecha, que privilegia agendas nacionalistas.
Los partidos clásicos, a derecha e izquierda, son considerados cómplices de políticas que generaron precarización y desamparo. Políticos ultras han explotado esas angustias y rencores, ofreciendo diagnósticos y recetas a contrapelo de un mundo que hoy funciona sobre bloques. Aislarse, levantar fronteras, es desaparecer.
El lepenismo se ha beneficiado de esas grietas. Pero no es el único grupo con ese discurso. También se expande en Estados Unidos con los insultos de Donald Trump a los inmigrantes -"el veneno de este país”, los llamó- y sus amenazas de cerrar las fronteras. El Brexit se justificó con los mismos llamados. Lo impensable se tornó pensable y ese mensaje es ahora dinamita pura contra la construcción comunitaria de la Unión Europea.
Un dato nuevo es que la disputa sobre los inmigrantes, que alguna vez fue tema exclusivo de los xenófobos, se ha desplazado hacia el centro del debate. La extrema derecha le arrebató a la izquierda las banderas de la agenda social y, al hacerlo, extendió la visión de que los inmigrantes diluyen la identidad nacional, se aprovechan de las redes de seguridad social e importan la violencia.
Como efecto, el estigma que condenaba a la ultraderecha, vista antes como enemiga de la democracia, se ha desvanecido.
Amenaza a los inmigrantes
Hace unos días, el diario Le Monde sintetizó en primera plana sus alarmas por las amenazas antiinmigratorias del programa del lepenismo, que propone quitar del empleo público a ciudadanos con doble nacionalidad. Aplicado a la letra, dijo, “la discriminación afectaría a millones de personas sobre centenares de miles de empleos”.
La derecha clásica ha intentado empardar la apuesta. Así como Macron quiso revocar el derecho a la ciudadanía para niños nacidos en Francia de padres extranjeros y la justicia lo vetó, Biden cerró la frontera a solicitantes de asilo. Ambas decisiones responden al hecho de que muchos, en ambos países, exigen políticas de freno a los inmigrantes. Y ése es un reclamo que crece.
En Francia, el fenómeno se agudiza por su propia historia. La nación moderna se construyó a partir de un Estado centralizado y proveedor que usó el idioma como signo identitario. Fue Richelieu, el premier de Luis XIII, quien creó en 1635 la Academia Nacional que vigila el uso de la lengua. Para los ultras, ser francés es hablar francés desde la cuna. Estos días, las crónicas periodísticas subrayaban un reproche callejero a los extranjeros: “¿De dónde viene ese acento?”. Es un sello nacionalista que perdura y que se confunde hoy con la insatisfacción ante un Estado, históricamente exitoso, que tiene problemas para restaurar un pasado perdido.
Marine Le Pen ha trabajado duro para higienizar el partido racista y marginal de su padre. Canceló su antisemitismo, ya no llama a dejar la UE y su tono es más moderado. Aun así, la visión central de que los inmigrantes diluyen el cuerpo nacional –presentado como algo glorioso y místico– persiste: hay que poner barreras.
Estos reclamos de un retorno a las fronteras nacionales se dan, de forma paradójica, en un momento peculiar de la historia. Nunca como hoy hubo tanta riqueza; y nunca antes la producción creció de modo geométrico, impulsada por una tecnología que acelera la concentración.
La migración no es causa de los problemas, como quiere Le Pen, sino efecto de algo mayor. Historiadores europeos han comparado las fracturas actuales con los inicios de la industrialización. La economía clásica alemana se alarmaba entonces por los costos sociales del proceso.
Para sofocar el peligro de una rebelión, llamaba a resolver con urgencia lo que definía como “la aporía de la sociedad civil”: en medio del exceso de riqueza, la sociedad no es lo bastante rica como para controlar el exceso de pobreza y la expansión del proletariado.
No debe creerse que eso sea cosa del pasado. La extrema derecha ha logrado -y de qué modo exitoso- extraer rédito electoral de este enorme problema que, en cierta forma, sigue siendo el nuestro.